Llueve. Final de trimestre. Llueve. Poca calle. Llueve. Cansancio. Llueve. La ratio. Llueve. Espacio vital insuficiente. Llueve… (Sí, ya sé que la lluvia es un potentísimo elemento pedagógico, pero no siempre se puede disfrutar de ella como nos gustaría en el contexto escolar).
Quienes trabajamos en el aula sabemos cuáles son estas sensaciones que, aunque suenen a tópico, no están nada alejadas de la realidad del día a día. Ese estado de ¿nerviosismo?, ¿agotamiento?, ¿inquietud?… en el que se encuentran los niños y las niñas del aula que piden a gritos, literalmente a gritos, poder salir a la calle a jugar, unos días de descanso y pasar más tiempo en familia, alejándose de las rutinas y ritmos más cercanos a la vida adulta que a sus necesidades como infancia. Esos días en los que, obligados por la meteorología, se ven obligados a contener su necesidad de movimiento para ajustarse a espacios reducidos y tiempos que a veces se hacen eternos.
Me suele pasar que las actividades de las que más disfruto, con las que vibro y me emociono, son aquellas improvisadas, no planificadas, ni esperadas que surgen de repente. Esas actividades que hay que saber recoger con habilidad y rapidez para que no se escapen e incluirlas en la programación semanal, aunque «ya no quepa nada más»
(o…cuestión de prioridades).
Hace unos meses contaba una experiencia con una de estas actividades y, por suerte, hoy me he vuelto a encontrar con una de estas maravillas… Y digo maravilla porque son esos momentos en los que el grupo al completo consigue conectar y hacer suyos el espacio y el tiempo desde su esencia, interés y curiosidad. Donde realmente el centro del aprendizaje son ellos y ellas. Donde les dejamos ser y expresarse. Sesiones que valen oro en lo pedagógico, pero sobre todo en lo social y comunicativo.
Hoy les he contado el cuento de «La mano sangrienta» de Luis Pescetti, un cuento muy simple que mezcla el miedo y la risa a partes iguales. Al terminar, nos quedaba poco tiempo para ir a comer y les he preguntado si a alguien le apetecía contar un cuento. La reacción ha sido tal que hemos tenido que retomar la propuesta a la vuelta del descanso de la comida. Y de repente ha surgido eso que ahora llaman «flipped classroom» o dar la vuelta a la clase. Me he convertido en espectadora, sólo para disfrutar y para emocionarme con sus historias.
Llueve. Silencio. Cuento. Uno de dragones. Preguntas. Yo quiero contar uno. Cuento. Calma. Caperucita Roja. Qué bonito. Aplauso. Me lo invento. Emoción. Es de indios. Silencio. Cuento. Ese es nuevo. La Bruja Rechinadientes. Qué miedo. Risas. Calma. Respeto. Respiración. Me da vergüenza. Los tres cerditos. Escucha. Ese yo lo conozco. Miyuki. Qué caras. Descubrimiento. Calma. Silencio. Calma. Silencio. Sí, y llueve…
Una hora de reloj que nos ha regalado el poder escucharnos despacio, desde su ritmo y no el mío. En la que hemos disfrutado de los relatos con absoluto respeto, tranquilidad, ilusión y paciencia. Donde he observado mejor que nunca las habilidades lingüísticas de algunos de mis alumnos y alumnas y su capacidad de memoria. Lo que les asusta porque lo enfatizan en sus historias. O lo que les toca más de cerca porque lo inventan en sus cuentos. Enfrentarse a la timidez desde la seguridad que ofrece el grupo cuando está en calma. Una hora de reloj que ha permitido a esos niños que viven en constante inquietud interna relajarse, poner el foco en lo que querían contar, organizar el discurso, la emoción y la mente; parar su ruido interno y estar disponibles para escuchar a sus iguales…
Una hora de reloj que nos demuestra que cuando surge de su interés, todo fluye, sin mucho que hacer por parte de la adulta.
Ha salido el sol… Salimos a jugar.
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